Fue Vicente el apóstol más maravilloso que recorrió la Europa meridional y el Santo de quien se cuenta más y mayores milagros.
Nació en Valencia el 23 de enero de 1350. Desde niño eran sus aficiones oír sermones y repetirlos a sus compañeros. Era muy dado a los ejercicios de piedad, a rezar el Oficio de la Virgen y a ponderar los dolores de Cristo.
Como tan entusiasta de la predicación y celoso por la salvación de las almas, se decidió a ingresar en la Orden de Predicadores. Contaba diez y siete años. Verdadero hijo de Santo Domingo de Guzmán, puso gran empeño en seguir las huellas de su excelso Patriarca en lo tocante al estudio, a la oración y a la mortificación.
Terminados sus estudios, a los veinticuatro años fue nombrado profesor de Filosofía en Barcelona. Pasó luego a Valencia, a petición de los religiosos de su convento, para enseñar Sagrada Escritura y Teología Moral. En esta época fue varias veces y de distintas maneras tentado por el demonio contra la esperanza y más todavía contra la santa pureza. Ya se le presentaba en figura de venerable ermitaño, fingiendo celo por su bien y queriendo convencerle de que no debía tan pronto darse a las austeridades; ya le decía que no pusiera tanto empeño en guardar la pureza virginal, porque de todos modos la había de perder; ya, apareciéndose en figura horrible, procuraba inspirarle desconfianza de su salvación.
Más tarde Benedicto XIII, aragonés, le llamó a Aviñón, nombrándole su confesor, Maestro del Sacro Palacio y Penitenciario de su Corte. En tan altos puestos trabajó cuanto pudo en poner fin al funesto cisma que asolaba la Iglesia, y no viendo que hubiese buenas intenciones en el antipapa y en sus cortesanos, dejó el Palacio y se retiró al Convento que los Dominicos tenían en aquella ciudad.
Allí oraba y lloraba los males de la Iglesia con tanta amargura de su vida que en sólo tres días llegó a punto de morir. La tercera noche de su enfermedad, estando suplicando a Nuestro Señor que pusiera remedio a tanto mal, entró en su celda el Redentor del mundo acompañado de muchos ángeles y Santos ―entre los cuales estaba Santo Domingo― y le dijo: «Levántate y anda; vé como apóstol por el mundo a predicar el Evangelio. Avisa a los hombres del peligro en que viven, para que se enmienden, porque el juicio final está cerca. Yo seré siempre contigo para que puedas romper por todo e ir por gran parte de Europa; y allá al extremo morirás santamente.»
Dicho esto, se levantó el siervo de Dios completamente restablecido y dispuesto a emprender su apostolado con el título de Legado a latere Christi.
Imposible seguir al Santo en su inmensa y gloriosísima carrera. Veintidós años fue a pie predicando, con su báculo en la mano, hasta que enfermó de una pierna y hubo de ir en jumentillo. Levantábase cada noche a rezar Maitines y decíalos arrodillado. Asimismo decía las horas, y muchos días el Salterio. Amaba mucho la pobreza. No tenía sino un solo hábito de paño bien tosco. El entrando en un pueblo o ciudad, lo primero que hacía era ir a la iglesia. Por la noche se azotaba siempre con una disciplina de cuerdas. El Crucifijo era el libro donde aprendía cuanto predicaba. Cierto día, para predicar en una gran fiesta delante de un príncipe, preparó el sermón leyéndolo y pensando mucho. Salió el sermón doctísimo, pero no satisfizo las esperanzas del príncipe, quien dijo: «No responde la realidad a la fama.»
Predicó al siguiente día otro sermón, estudiando de rodillas ante el Crucifijo, y dejó al príncipe en asombro. Preguntando el porqué de la diferencia, contestó el Santo: «Ayer predicó Fray Vicente; hoy Jesucristo.» Después del sermón curaba a los enfermos en el nombre del Señor. Al mediodía tomaba su única refección; salía después a visitar y sanar a los enfermos que no podían salir de sus casas, o bien a predicar a las monjas de clausura.
Un día predicando ante muy grande auditorio, en medio del sermón rompió a llorar con amargura. Enjugase después de un rato las lágrimas, y cambiando el dolor en alegría dijo: «En este momento ha muerto mi madre. La he llorado, pero luego he visto que los ángeles llevaban su alma a la gloria.»
Lo propio ocurrió a la muerte de su buen padre.
Como veía el Santo las cosas ausentes, veía también las futuras. Al terminar de predicar en cierta ocasión, se acercaron varios jóvenes a besarle la mano. Uno de ellos se llamaba Alonso de Borja, a quien dijo el Santo: «Huélgome, hijo, de tu bien; que has de ser Sumo Pontífice y me has de canonizar.» Efectivamente, este joven al cabo de muchos años, fue elegido Papa con el nombre de Calixto III y canonizó a nuestro héroe.
Murió el 5 de abril del año 1419.
Fr. Luis Ferretti O.P.
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